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Caminaba a oscuras por uno de los parques de mi localidad, la climatología era perfecta, el cielo cuajado de estrellas, había salido tarde a pasear con mi fiel perruca, más cerca que lejos de la medianoche, no se veía a nadie más por allí. Al pronto oí voces cerca de las piscinas municipales, gritos de ayuda y gritos amenazantes, intrigado y presuroso me acerqué a ver que ocurría, había dos adolescentes junto a la valla de la piscina, uno se agitaba temeroso entre los brazos del otro, que lo sostenía contra la verja, el primero se rebuscaba en los bolsillos ávidamente, mientras sollozaba para que no le pegaran, el segundo blandía una navaja, y debía haberse comido algún vinilo rayado, ya que no cejaba de repetir “Que me des el móvil y todo lo que tengas”.
Una estampa juvenil insospechada en una noche así, pensando que lo ahuyentaría fácilmente, di una voz “Eh tú, deja al chaval”, inmediatamente se volvió, sin soltar al otro, y tras evaluarme de arriba abajo, y a mi mascota que movía el rabo alegremente, decidió no dejarlo, y me espetó algo así “Metete en tus asuntos y largate”, adornado con alguna expresión propia de un hijo de padre desconocido, y madre de antiguo oficio.
Mi respuesta fueron dos pasos al frente, y a esto, respondió enseñándome el filo doble, el del pincho y el de su lengua “Si te acercas te la clavo capullo”. Tras mirarle a los ojos fijamente, valorar las consecuencias de lo que iba a hacer, y mirar a su victima ahogándose entre mocos y lágrimas, le solté un derechazo de los antiguos, una mano a lo Perico Fernández, lenta por los años y aún más pesada por los kilos, de arriba abajo, aprovechando la altura y la envergadura, como esperaba, no hizo falta más, ahora el que se ahogaba entre sus mocos y su propia sangre era él, la nariz le había explotado y su equilibrio lo había abandonado en busca de mejores pastos. Se desmoronó como un boxeador sonado, mientras mi mano clamaba por una bolsa de hielo bien fría, y una vocecita en mi interior me repetía que acababa de liarla parda.
Lo registré para devolverle al otro muchacho lo que ya le había robado, hallando otra navaja en uno de sus bolsillos, me la guardé, nunca se sabe que bocadillo necesitarás prepararte, y llamé a emergencias para dar cuenta de lo sucedido.
Llegaron al cabo de diez minutos, minutos durante los cuales la nariz del aprendiz de malo formó un gran charco de sangre, aquello era un matadero en día laborable, le expliqué a la policía lo sucedido, y como era de esperar, nos llevaron detenidos a todos, apenas me dieron tiempo a llamar a mi señora para que se llevara el perro a casa.
Y ahí estaba yo, sentado en la comisaría pasada la medianoche, intentándole explicar a un funcionario cejijunto y malencarado lo que había ocurrido, mientras este tecleaba a un solo dedo mi declaración, la cual tardó bastante en terminar, porque necesitaba otro dedo con el que corregir sus erratas, y eso le suponía un doble esfuerzo intelectual. Estando allí se acercó otro funcionario, y preguntó que había ocurrido, a lo cual, el desertor del arado y su teclado unidedular respondieron “Este tipejo, que ha maltratado a un niño”. Mire usted las consecuencias, yo ya no era un ciudadano ejemplar que había impedido un robo a mano armada, ahora era un “tipejo” que dedicaba su tiempo libre a maltratar niños inocentes, lógicamente.
Tras la declaración, me dieron permiso para irme a casa, momento que aproveché para meter la mano en un barreño de agua con hielo, y mi cabeza bajo una cascada de agua fría. Días más tarde me llegó una notificación, se me citaba para un juicio de faltas, donde el acusado era yo, y el ladrón era la victima. Me presenté en el juzgado en el día y la hora indicadas, y en el pasillo estaba mi victima con sus padres, cuando el chaval me señaló, semioculto entre un aparatoso vendaje, su madre empezó a llamarme asesino, y su padre amenazaba con pisarme la cabeza, todo cordialidad, sin inmutarme esperé turno a que nos llamaran a la sala. En ese momento vi una cara conocida al fondo del pasillo, el chaval al que había salvado del robo, tímidamente se acercó con su padre que lo acompañaba, y mientras de reojo miraba con miedo a su agresor, me dio las gracias. Dijeron su nombre desde la puerta de la sala, y allá se fue con su progenitor, mientras el alguacil nos decía que ya nos llamarían a los demás. Cuando llegó mi turno me vi enfrentado a un tribunal totalmente femenino, mientras declaraba estudiaba una tras otra a la jueza y sus acompañantes, en busca de alguna señal de apoyo a mi actuación, no la hubo, sus entrecejos fruncidos, y sus preguntas tipo “¿Considera usted que la violencia desproporcionada fue la manera correcta de conducirse? me hicieron temer lo peor, ¿violencia desproporcionada? ¿Un puñetazo a lo Perico? Menos mal que no le patee en el suelo, ya veía la silla eléctrica y el humo saliéndome de las orejas.
Luego declaró la “victima”, ahí las caras de las señoras del tribunal eran un poema, pobre niño maltratado, cuanto debía de estar sufriendo. En fin, que terminada la pantomima, libré por un pelo de Filemón, gracias a la declaración del testigo, eso si, se me avisó que esto no podía volver a ocurrir, que ya tenía un precedente de violencia a la infancia, jodido infante de 15 años, y que en la próxima podría ser juzgado penalmente.
Salí de allí, malhumorado con la justicia y con el sistema, pero libre, algo que tal y como habían ido las cosas, ya era bastante. Llegué el parking donde había dejado el coche, y cuando me disponía a abrirlo oí una voz “Eh tú”, me giré en finta, ni Sugar Ray en sus mejores tiempos lo habría hecho mejor, el palo me pasó rozando la sien, saqué la izquierda de paseo, un precioso gancho lento, a lo Foreman, y nada más, a mis pies, el padre de la victima, ko en el primer asalto, con la boca hecha cisco, y el palo por los suelos, me lo guardé, nunca se sabe que pulpo tendrás que ablandar. Y antes de montarme en el coche, le patee las costillas, no sea que me acusaran de violencia desproporcionada, sin razón.
No les he vuelto a ver, ni ganas.
Autor: Picapiedra
Imagen: Perico Fernandez. Diario AS 1983.
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