Mucho antes de que comenzara mi afición por el coleccionismo de minerales, fui un niño, en aquel entonces las piedras solo eran compañeras de juegos, un día construías un fuerte o una caseta con ellas, otro día utilizabas los cantos rodados como bolas del bolo palma, otras las pintabas con las ceras y creabas tus pequeñas obras de arte infantil, otras las utilizabas para tirarle a un pájaro o a un gato, que luego sirvieran de cena en casa, la vida de un hijo de obreros, allá por los sesenta y setenta, era una vida de juegos y juguetes inventados, la imaginación no tenía límites, y lo mismo te fabricabas una escopeta con pinzas de la ropa y gomas del pelo, que te construías un Ferrari con cuatro maderas y unos rodamientos de coche viejos. Envidiabas a los poseedores de canicas, niños ricos, alguno incluso tenía una bicicleta, ese era el multimillonario, mientras, tú deambulabas por los bares recogiendo chapas de cerveza y refrescos, en busca de una nueva o diferente, con las que montabas desde carreras y competiciones hasta partidos de fútbol. Bendita infancia y bendita inocencia.
No todos nuestros juegos eran así, de entre todos destacaba la hurria, un juego cruel y audaz, solo apto para valientes y feroces luchadores, un juego atávico que forjaba el carácter y la templanza. Su naturaleza cruel y despiadada lo sumieron en el olvido, de hecho este vocablo no figura en el diccionario castellano, ni se menciona más que en fútiles charlas de bar, por aquellos que lo jugábamos. La hurria era un desafío, dos bandos enfrentados en un descampado, cada uno con sus montañas de munición a sus pies, las piedras, separados por una prudente distancia, para evitar proyectiles de grueso calibre y corto alcance, dos grupos de niños, niños en blanco y negro, niños de cocina económica y de patatas con chorizo, niños de pan oscuro, de pelo rasurado o de corte tipo palangana, descalzos, con coderas y rodilleras para tapar los rotos de la ropa, niños de la calle. Raqueros, como se nos denominaba en mi ciudad natal, raquerucos del puerto, siempre a la caza de una moneda, o de una piedra.
Una vez repartidos los bandos y las municiones, todos en su lugar, comenzaba el juego, al principio se escogía una buena piedra, ligera y volátil, se la daba vueltas en la palma de la mano buscando su mejor posición de agarre, una mano que ya empezaba a sudar, que temblaba previniendo los golpes, y que aún así se mantenía firme en su lugar. La primera piedra siempre fue la más tardía, los contendientes nos increpábamos, calentando el momento, hasta que alguien mentaba a la madre de otro, y eso, como cantaba Manolo Escobar por la radio de la época, eso era sagrado.
Los proyectiles volaban llenando el cielo de Franco, un cielo triste y apagado, una y otra vez nos agachábamos a recoger nuevas piedras, el momento más delicado, ya que entonces no veías venir las de los contrarios, y la cabeza gacha era una estupenda diana. Se derramaba la sangre, empapando una vez más la sedienta España, un reflejo de otras luchas y otras guerras, iban cayendo los combatientes, uno tras otro, los había que se arrastraban fuera de alcance, sosteniendo con las manos una rodilla sangrienta, o una cabeza enchichonada, otros aguantaban el embate con pedradas en los brazos o en la espalda, signo inequívoco de que se cubrían o se volvían cuando la pedrada era irremediable. Los más fieros lo soportaban todo, llenos de golpes, chichones y moraduras, heridas y rasponazos, seguían tirando hasta que se acababa el montón de munición o no quedaba nadie en pié a quien tirarle. En ocasiones se terminaba la montonera y uno aprovechaba las que le habían tirado, hasta que por fin, uno ganaba o se rendía ante la superioridad enemiga.
Tras la lucha, los contendientes se saludaban y se daban la mano mientras comentaban el juego: “Casi te doy”, “Mira donde me has pegado”, “Lolo tiraba con tejas”, algo que por cierto, estaba muy mal visto, ya que los trozos de teja cortaban allá donde pegaran, y entre chanzas y risas, los luchadores volvían a ser niños. Había lágrimas si, pero no de dolor, sino de impotencia, lagrimas risueñas cuando acertabas el tiro, y lágrimas furiosas cuando te acertaban. Era un juego duro, donde los débiles y los delicados no tenían cabida, jugábamos a ser hombres, jugábamos a sobrevivir.
Hay quien dirá que una vez jugada la hurria, muchos no volverían, al contrario, siempre volvían, la cobardía estaba mal vista, si hubo quien cambió de bando, pensando que en el contrario le iría mejor, y no siempre era así, el mal lanzador recibía siempre más de lo que daba, y atinar bajo una lluvia de piedras, es un signo de puntería y templanza. Tengo una anécdota familiar a este respecto, mi hermano pequeño siempre combatía a mi lado, excepto en una ocasión, que enfadado por vaya usted a saber que cosa, cruzó las líneas enemigas para unirse a mis contrincantes, se hizo un gran silencio en el campo de batalla, no volaba ni una piedra, en mi bando nadie se atrevía a lanzarle una piedra a mi hermano, y en el contrario no sabían a que atenerse, hasta que de un certero lanzamiento le abrí la cabeza. Recuerdo a mi madre camino del hospital, furiosa y preocupada, con una mano y una vieja esponja sobre la herida, una esponja roja carmesí, siete puntos le dieron, yo me llevé algo más de siete luego en casa, y las felicitaciones de mis compañeros de hurria cuando volví a las calles, aquellas calles de grava y barro, mis calles de hurria.
Texto: Picapiedra
Encantador. Te remito al libro "Juegos tradicionales de Cantabria" de Diego Saravia Lavín y Miguel Simal Moraga y en el cual colaboré. Páginas 233 y 234.
ResponderEliminarPor añadir algo, incluiría las alianzas por barrios o calles, siendo así que los que unas veces estabamos enfrentados, otras eramos del mismo bando contra los de otra zona o barrio mas alejado.
Hola, vaya por delante que nací en el año 1947, es decir tengo ya cierta edad y también pasé por la etapa de las hurrias. Pero disiento bastante, de cómo lo ves tú. Por lo que narras, se diría que eran “luchas” entre caballeros, y un chaval que pretende descalabrar al que tiene enfrente de un cantazo, se aleja mucho de un “gentleman”
ResponderEliminarTe puedo contar mi experiencia a pedradas, entre dos zonas próximas y encarnizadamente odiadas entre sí. Los de la Catedral y los de la Calle San Pedro. Nosotros jugábamos en las obras que teníamos alrededor que eran muchas en aquella reconstrucción de un Santander hecho polvo y que se expandía. Éramos mucho más tranquilos, y con juagar al Escondite, o Escondeverite como decían otros, al Callo Librón, el Dólar, La Chula, las Chapas, Te la Llevas, el Hinque con aquellos clavos que se birlaban a los encofradores de las antedichas obras, teníamos de sobra. En fin que éramos zona tranquila.
Los de la calle San Pedro aparecían de repente, sin aviso y armando un ruido infernal con su vocerío y entonces te encontrabas en medio de una lluvia de piedras de variado tamaño y estructura. Desde morrillo, hasta pedazos de teja y ladrillo que abundaban por todas partes de los cascotes de derribos. A defenderse con se podía devolviendo las mismas piedras que te caían encima u otras que se apañaba por el suelo. Resultado, varios descalabros, visitas a la Botica de Socorro, puntos y apósitos. Padres alarmados y madres recogiendo a sus polluelos para ponerles a buen recaudo, sobre todos los que teníamos hermanos más pequeños.
Pero de verdad que cada vez que veíamos a aquella baraúnda caernos encima, se nos ponían los pelos de punta porque siempre había alguna desgracia. Ni te cuento cuando en cierta ocasión aparecieron con arcos hechos con palos y cuerda y como flechas varillas de paraguas, con la punta afilada como un clavo. Querido, supongo coetáneo, te garantizo que allí no había caballerosidad, se trataba de abrirle la mollera al que estaba enfrente. Sinceramente no recuerdo con nostalgia ni cariño aquellas, llamadas hurrias.
Un abrazo y saludos cordiales
Hola paisanos, gracias primero por el apunte sobre el libro, intentaré hacerme con él.
ResponderEliminarSobre el segundo comentario, cada uno cuanta la feria según le va en ella, eso está claro, y creo que las peleas, a piedras como antaño, o a navajazos como ahora, entre barrios rivales, se alejan mucho de las hurrias del Rio de la Pila y San Simón, desarrolladas en la antigua fabrica de Viesgo, sita por aquel entonces en el mismo Rio de la Pila.
Saludos norteños
Pablo
os recuerdo una película que, valga la redundancia,me vino al recuerdo (a la memoria) "la guerra de los botones" creo que de un francés; en fin soy de la gloriosa del 58 y alguna cicatriz tengo en la frente y el recuerdo, con el tiempo, teñido de nostalgia se ha hecho hermoso; dudo que el acoso escolar de hoy en día se recuerde con algo que no sea la vergüenza .... creo que si, anónimo; que algo de caballerosidad había en esas peleas entre barrios .... conceptos como el honor, la valentía ... se acuñaban para el futuro en esos juegos (al margen de en otras actividades).
ResponderEliminarUn abrazo
En Vitoria tambien haciamos peleas de este tipo un grupo de la calle Correria contra otro grupo de la calle Zapateria en los años 1956 y 57 a pedrada limpia, tenian mas ventaja los de la Corre por que estaba dicha calle mas alta que la nuestra que era la Zapa, recuerdo que la municion la cojiamos de las obras que por entonces se hacian en los cantones, muy interesante el tema, si no es por picapiedra ni me acordaba, nosotros le llamabamos guerra o pelea.
ResponderEliminarGracias por el apunte de esa pelicula Jorge, a ver si la encuentro en mi videoclub habitual. A mi también me ocurre que recuerdos de infancia son más hermosos cuanto más lejanos.
ResponderEliminarleo por Tomás que en otras comunidades también tenían las suyas, aunque fueran ventajosas.
Gracias por vuestros comentarios
Existe una canción sobre las hurrias en un disco titulado "Raquero rockero" del grupo de rock cántabro HURRIA (2007). No os lo perdais.
ResponderEliminarNo hace falta irse tan allá. Yo jugué a lo mismo en los años ochenta en Colindres, y por la misma época en Sopeña de Cabuérniga, aunque en ninguno de los dos sitios lo llamábamos "hurrias". Sí es una palabra que he escuchado en más de una ocasión a mi padre, del Alta de Santander. Serrón
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