viernes, 10 de septiembre de 2010

Aquellas gafitas rotas.

Dicen que cuando se viaja, uno aprende, lo que no dicen, es que no todo lo que se aprende es bueno. Hoy os contaré una de esas pequeñas historias de triunfos y fracasos, de aprendizajes y enseñanzas que nunca hubiera querido conocer.

Corría el comienzo de una nueva década, los noventa, eramos tan jóvenes por aquel entonces que nos creíamos únicos, invencibles e inmortales, como solamente el vigor juvenil te hace sentir. Habíamos recogido diferentes donaciones y requisitos para cumplir un proyecto, uno de tantos sueños forjados bajo la luz de la vieja lampara de un garaje. Nada nos detendría, nuestro objetivo era crear un pequeño hospital para niños invidentes en el tercer mundo, conseguir emular a Jesucristo, y que los ciegos vieran, de una manera más seglar, nuestro pequeño milagro.

Aquel verano habíamos terminado las obras y las infraestructuras, disponíamos de un reducido equipo médico presto a comenzar su tarea. Pronto empezaron a llegar los primeros pacientes y las colas fueron aumentando, no había manera de hacer entender a aquellas personas que éste era un hospital diferente, restringido al público infantil con problemas de visión. Así que día tras día llegaba más gente con todo tipo de dolencias y se les atendía como buenamente podíamos, a pesar de que uno no había puesto más que una tirita en toda su vida, te veías convertido en improvisado enfermero y ayudante.

Procuramos no despistar la labor principal, y centrarnos sobre todo en el objetivo inicial, así se fueron operando, y rehabilitando procesos de pérdida de visión, de muchos niños, entre ellos estaba Zaida. Cuando la conocí, me llamó la atención su entereza y serenidad, en una niña de tan corta edad y que apenas veía sombras, era todo un logro. Recuerdo que me recorría la cara con sus manitas y me tiraba de mi incipiente bigote, mientras se reía, me llamaba "mom petit moustache" mientras lo hacía, yo rezaba al cielo y al infierno para que un día Zaida pudiera verme.
Cuando la operaron, estuve varios días a su lado cambiándola los apósitos, de vez en cuando acercaba mi cara para que pudiera tirarme del mostacho, esperando volver a oir su risa infantil. Fueron pasando los días y el médico me confirmó que Zaida vería, posiblemente no recobraría toda la visión y tuviera que usar gafas gruesas toda la vida, pero vería.
Encantado por la noticia me puse en contacto con una organización que estaba por aquel entonces distribuyendo gafas usadas por la zona, me confirmaron que tenían un excedente que no sabían donde colocar, si viajaba 700 kilometros podría hacerme cargo de varias cajas.
Tras despedirme de mis compañeros emprendí viaje, una distancia tan larga, en ciertos paises, no se recorre en una jornada, como ocurre por aqui, fué un viaje largo y pesado, lleno de anecdotas que ahora no vienen al caso, pero llegué, tras identificarme, me hicieron entrega del cargamento de gafas, separé dos pares, los que me parecieron más bonitos y los que pensé le serían más útiles a Zaida, y los metí en el bolsillo de mi sahariana.
La vuelta fué una pesadilla, más problemas y dificultades que nunca, el viaje se convirtió en un purgatorio de nueve días, sin embargo, pensar en que cuando la viera de nuevo, me devolvería la mirada, me mantenía firme y despierto, sólo deseaba llegar, soñaba con ponerla aquellas gafitas y que viera mi ridiculo bigotillo, soñaba en verla sonreir con sus ojos nuevos, soñaba en verla viendome y viendolo todo. Soñaba.....

Todos los sueños tienen su fin, y el mío terminó a pocos kilómetros del hospital, la humareda en el horizonte no presagiaba nada bueno, tampoco las incoherentes explicaciones de las personas que encontrabamos en el camino, seres derrotados, heridos y macilentos, hablaban de muerte, hablaban de una noche de sangre y machetes, una noche de gritos y fuego.
Desesperado pisé el acelerador del viejo Santana, ya sin temor a romper las gafas que llevaba, con un sólo temor, Zaida.
Lo que encontré no tiene nombre, o sí, se llama ignorancia, se llama salvajismo, se llama fracaso. El hospital había ardido hasta los cimientos, alguno de mis compañeros intentaba salvar algo de los rescoldos, aquello estaba desierto, me tiré del coche en marcha, alguien me contó que unos rebeldes habían aparecido la noche anterior, y que machete en mano habían matado a muchas personas, los que no huyeron se refugiaron en el interior del hospital, le prendieron fuego para que salieran, no salieron.
Pregunté por ella, grité su nombre, sólo el silencio me contestó. En la parte trasera del hospital, bajo una acacia, habían amontonado los cadáveres, vi caras conocidas, pacientes, médicos, pero no la vi a ella, algo en mi interior me decía que tenía que estar viva, que era imposible tamaña maldad. Entonces vi sus manos, sus pequeñas manitas, asomando bajo el cuerpo de un enfermero cubierto por una bata, mis piernas se anclaron al suelo, ya no eran mías, un temblor febril se apropió de mi, no puede ser ella me repetía, es sólo una niña, no es Zaida, no puede ser Dios mío.
Cuando retiré la bata, manchada de sangre, sus nuevos ojos me miraban, mientras los míos no la veían. Caí de rodillas, y la mecí entre mis brazos mientras la cantaba una vieja canción infantil, mientras me dolían hasta las pestañas, mientras aprendía, un aprendizaje cruel e injusto. Lloré hasta que me sequé por dentro, la solté cuando me la quitaron, y cuando me levanté, mi juventud quedó allí, bajo aquella acacia, meciendo el cuerpo de una niña que nunca llegó a verme, acompañandola en su viaje.
Tardé varios días en asimilar todo aquello, tardé semanas en aceptar lo inevitable, y aún hoy, pasados los años aún no he borrado aquellos recuerdos de mi mente. Y cuando creo que los estoy olvidando, abro una vieja saca, y aprieto entre mis manos aquellas gafitas rotas.
Siempre en mi recuerdo...... Zaida.

5 comentarios:

  1. Me has hecho llorar Pablo. Esos momentos nunca se superan y tranquilo que aunque quieras no serás capaz de olvidarlo ya que por lo que acabo de leer para ti era como tu hija. Un fuerte abrazo

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  2. Pues yo aún me estoy recuperando de la lectura y se me han escapado unos enormes lagrimones... ¡No sé cómo aguantaste tamaña injusticia, Pablo!.

    Gracias por contarla, aunque nos haya hecho llorar.

    Un gran abrazo

    Inma

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  3. Ay! que tristeza he sentido! que dolor en mi corazon!
    No se que mas decir!
    solo un fuerte abrazo

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  4. Hace veite años,un joven inquieto,seguro que intentaba cambiar el mundo,se arriesgó,sufrió,
    y se involucró en algo sublime,ser solidario,
    pero de verdad.
    Tuviste amargas vivencias compañero,y aún sufres
    la tragedia de tú niña,y te dirias como dijo
    Zitarrosa (como pudo caberte en el cuerpecito,toda la muerte).
    Hoy me llegaste al alma Pablo,salud compañero

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  5. Gracias a todos por vuestros comentarios, demuestran que la sensibilidad es un valor que no se ha perdido en este despiadado mundo.
    Pablo

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