Jorge Neme, coordinador de la Unidad de Cambio Rural del MinAgro, salió en defensa del concepto de “industrialización de la ruralidad”, que sintetiza el pensamiento oficial en la cuestión agraria. En un artículo publicado el domingo pasado en Página 12, el funcionario cuestionó las críticas que yo formulara a esta idea, a la que le encontré un dejo despectivo hacia la producción básica del campo.
En primer lugar, agradezco el trato generoso que me dispensó Neme. A la altura de sus antecedentes, por cierto: se trata de un eficaz funcionario, que en diez años de gestión al frente del Prosap administró recursos del BID y el Banco Mundial destinados a reconstruir la infraestructura de riego. Mucho del boom vitivinícola, la expansión de los arándanos y otras frutas finas, o del olivo, tienen que ver con una tarea silenciosa que se convirtió en una de las pocas políticas de Estado en favor del sector agroalimentario.
La mala noticia para Neme es que esta vez no logró convencerme. Lo que sucede es que, en lo esencial, está diciendo lo mismo que yo. Queda bastante explícito cuando levanta mi idea-fuerza fundamental, que es que el trigo, el maíz o la soja son productos finales de un proceso “industrial” previo, en el que convergen insumos, equipos y servicios cada vez más sofisticados. En esta idea de “el campo, la industria verde”, estamos totalmente de acuerdo.
Pero estos productos son materias primas de procesos corriente abajo. Aquí es donde se albergan las mayores esperanzas para el desarrollo del sector. El famoso valor agregado, con el aditamento nuevo de “en origen”. Jorge Neme: así como usted está de acuerdo con lo anterior, yo estoy de acuerdo con esto. ¿Quién puede estar en contra? Pero la frase “industrializar la ruralidad” tiene la connotación negativa de considerar que “la ruralidad” no es industria.
Lo que yo digo es que el trigo le agrega valor a la sembradora, y por ende, a las “materias primas” (acero, pintura, electrodos, etc) que la componen. Al fertilizante, al herbicida, al insecticida, a la cosechadora. Estas industrias viven si la agricultura es rentable y sustentable. Y sufren si no lo es.
Dice Neme que “la ruralidad” sola no alcanza. Cuidado. Cuando la producción básica marcha a todo gas, la industria acompaña. Basta mirar a la abanderada de la agroindustria, el cluster sojero. Las inversiones en plantas, puertos, dragados, y ahora el fenómeno del biodiesel (que agregó esta semana la piedra fundamental de la planta de catalizadores de Evonik en el parque industrial de T6) llegaron como moscas a la miel, y viceversa. Miles de camiones, cemento, pavimentos (que faltan…). Cordón vereda y cloacas en las ciudades puerto del Gran Rosario. Hay firmas integradas totalmente, desde la investigación de un gen en el laboratorio de biotecnología hasta la botella de aceite refinado en una góndola europea. Es la nueva industria que creció sin hacer baruyo, rigoreada y sin apoyo. Ya hay capacidad para moler toda la cosecha de soja argentina y algo más.
Podemos hacer mucho más, por supuesto, y bienvenido sea. Pero a mi juicio lo que el país necesita es invertir el concepto: en lugar de “industrializar la ruralidad”, hay que pensar en “ruralizar a la industria”. ¿Qué significa esto? Que la industria que añoramos tome los métodos de la segunda revolución de las pampas. Estos métodos son: aceptar el desafío de la competitividad, invertir recursos propios, apostar al crecimiento, asumir riesgos de todo tipo (climáticos, de precios, de mercados), no descargar la crisis sobre el sector público presionando sobre el tipo de cambio o transfiriéndole sus pasivos.
Cuando algunos hablan de “reindustrializar”, nos corre un frío por la espalda. Preferimos esta nueva industria, abierta y competitiva. La ruralización de la industria.
(*) Por Héctor Huergo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario